Hay un monstruo que habita en mi.
Hay un monstruo que cada tanto despierta, me sacude, y me dice: ¿Qué hacés tan feliz? ¿Quién te creés que sos? Acá no somos felices, acá sufrimos las cosas simples como si fueran catástrofes, acá las heridas no sanan tan fácil.
El monstruo no sabe que yo sé que cada tanto está dormido. Cuando él duerme, yo respiro tranquila. Bueno, tan tranquila como se puede estar, a sabiendas que hay un monstruo pasivo-agresivo habitando en mis entrañas. Cuando él no está (o mejor dicho, cuando él no me controla) la vida se siente mas ligera; casi pareciera que finalmente decidió abandonar mi cuerpo y me sacó su peso de encima. Pero no es así, obvio que no es así. En algún momento decide resurgir y al despertar ocupa todo mi interior, empuja las paredes de mi cuerpo, y yo me encojo, me encojo, me encojo. En un rincón chiquitito, al borde de desaparecer, espero que pase. Hundida por el peso de su monstruosidad.
El monstruo despertó por primera vez cuando yo tenía 13 años y por un largo período de tiempo no se durmió. Se aferró a mi y con un grito desgarrador me hizo saber que nunca más se iría. Y acá estamos, 13 años después, habiendo compartido la mitad de mi vida. Y cuando soy feliz, el monstruo abre un ojo perezoso y se ríe entre dientes, como diciendo de una forma maliciosa y, después de tantas aventuras emprendidas juntos, un tanto cariñosa... ahora me toca a mi.
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